Fuera del Sarmiento
No aguanté. Hay noches en las que mi paciencia sencillamente NO soporta los tiempos del Sarmiento. Subí al tren que supuse salía de la Terminal a las 22:40hs., como siempre. Pero me equivoqué, o cambiaron el horario, o algo falló. Había encontrado asiento, pero después de 40 minutos sentada entendí que no iba a poder bajar cuando llegara a mi destino por la cantidad de gente que subió en ese rato. Además, me pareció que algún problema había y nadie nos decía nada. Creí que el tren no saldría. Y huí. El rato que estuve sentada observé a mi lado y también sentados frente a mí a tres personas que leían. Justamente, una de las ventajas de viajar sentada es que tengo la oportunidad de leer. Pero estaba algo aturdida esa noche y no atiné siquiera a sacar un libro del bolso. Y me cansé de la gente. Me cansé de que el Sarmiento no salga. Así que salí yo. Y me angustié en el camino. Llovía, claro.
La lluvia siempre me hace llorar. Bueno, no siempre. Pero últimamente sí. Y me escapé del tren, del andén, de la Terminal Once. Y lloré irritada mientras recorría algún camino incierto, como esperando ser salvada por un príncipe azul que me envuelva cual lunita en la noche. Crucé Avenida Pueyrredón bajo la lluvia, angustiada y atrapada entre mis carencias. Lloré mis miserias. Lloré mis laberintos. En algún momento me perdí en la noche mojada. Pero caminé. Y no paraba de llover. Y no podía decidir si me tomaba dos colectivos o un taxi. Y me detuve para llorar sin otra contención que la de mis lamentos, buscando desesperadamente al príncipe azul que no aparecía ni de lejos. Que no me ignoraba porque no existía. Y pensé en morir un rato. Y pensé en salvarme. Y escapé de los hombres sin rostro que observaban con lujuria mi celular. Y crucé Avenida Rivadavia y me escondí en el baño de La Perla de Once, soñando construir una balsa modelo 2006. Y naufragar de una vez.
Esa noche no quise sobrevivir al Sarmiento. Y lo pagué con soledad y llanto.
Y no logré entender si la moraleja de mi noche es que necesitaba estar sola para escribir este relato, o si acaso debo resignarme a que no puedo perder la paciencia con el Sarmiento.
La lluvia siempre me hace llorar. Bueno, no siempre. Pero últimamente sí. Y me escapé del tren, del andén, de la Terminal Once. Y lloré irritada mientras recorría algún camino incierto, como esperando ser salvada por un príncipe azul que me envuelva cual lunita en la noche. Crucé Avenida Pueyrredón bajo la lluvia, angustiada y atrapada entre mis carencias. Lloré mis miserias. Lloré mis laberintos. En algún momento me perdí en la noche mojada. Pero caminé. Y no paraba de llover. Y no podía decidir si me tomaba dos colectivos o un taxi. Y me detuve para llorar sin otra contención que la de mis lamentos, buscando desesperadamente al príncipe azul que no aparecía ni de lejos. Que no me ignoraba porque no existía. Y pensé en morir un rato. Y pensé en salvarme. Y escapé de los hombres sin rostro que observaban con lujuria mi celular. Y crucé Avenida Rivadavia y me escondí en el baño de La Perla de Once, soñando construir una balsa modelo 2006. Y naufragar de una vez.
Esa noche no quise sobrevivir al Sarmiento. Y lo pagué con soledad y llanto.
Y no logré entender si la moraleja de mi noche es que necesitaba estar sola para escribir este relato, o si acaso debo resignarme a que no puedo perder la paciencia con el Sarmiento.
1 Causas y azares:
Creo que la idea del Sarmiento como ultraje (moral, estético) se intensificó más ahora que vivificaste por escrito esa angustia.
Creó un efecto real. Algo que incomoda, como ver a un anónimo llorar.
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