01 febrero 2007

Casa Nueva

10 diciembre 2006

Si todo se termina, todo vuelve a empezar



Podría no decir que hoy este blog cumple un año;
Podría no decir que agradezco a los que lo leen y/o dejan comentarios;
Podría no decir que festejo el haber compartido una cara de la luna con aquellos que conocían alguna otra (porque la luna tiene más de dos caras, deben saber)
Y también podría no decir que brindo por aquellos vírgenes de caras de luna que pude conocer (porque cuando empecé con algo más parecido al clásico diario íntimo, no podía imaginar que detrás de las puertas que abriera con el blog existía tanta gente linda);
O podría no reconocer que ella ha sido mi primera musa y él mi asesor técnico (lo cual es obvio, aunque no su más importante papel en mi vida);
Podría no decir que me siento feliz de haber descargado en el Sarmiento muchos lugares comunes que hacen a la vida de mucha gente común;
Podría no decir que esto no queda acá.
Podría no decirlo porque en realidad lo que quiero decir es otra cosa pero a veces es bueno también decirlo todo, o más bien algo del todo. Y la otra cosa sería algo así como que ya llegó la hora de dar vuelta la página, simplemente porque una lunita que busca es una lunita que ya no está a la deriva.
Era eso nomás… Gracias a tod@s.
Y ya que estamos, les dejo un último Sarmiento, que en realidad fue el primero, como regalo por este año juntos.
Punto y aparte, al otro renglón.

Lunita

El último Sarmiento

El 21 de Septiembre pasado comenzó la primavera. Aparentemente el cambio de estación se quiso hacer notar porque llovía catastróficamente. Yo nunca usé paraguas, así que opté por la capucha de la campera, al menos para no sentir que me había lavado la cabeza inútilmente. Luego de vestirme acorde y perfumarme, salí sin paraguas, pero también sin objeciones, ya que no hubiera tenido forma de cargarlo. En mi mano derecha, además de las llaves para cerrar la puerta del edificio, llevaba el ramo de flores para la mujer más hermosa del universo. El 21 de Septiembre es el día de la primavera, y las mujeres aprecian recibir flores como presentes. Nunca entendí por qué, pero a todas les satisface. Y de no recibirlas, el reproche, sutil o expreso, es previsible.
En la otra mano tenía el libro de Kafka que me acompaña últimamente a cada destino. Será difícil terminarlo a paso de tren, no por el tiempo mezquino sino por la normal dificultad para hallar una postura útil a mis fines. Sobre mi hombro izquierdo cargo mi mochila negra. Allí tengo la agenda y papeles del trabajo (innumerables papeles). Ese día especialmente noté que eran muchos, y que no tenían resguardo de la lluvia más allá de la tela presumidamente impermeable de la mochila. Y enfatizo la palabra presumida.
La lluvia no significó obstáculo, porque yo sólo pensaba en mi destino. Había convenido desayunar con ella. Y era la gran oportunidad. A veces uno se enamora de una risa, del aroma de la piel, de los pechos sabor miel, o el andar liviano como brisa. Yo me enamoré de un gesto único. Cada tanto, aún no he descubierto el móvil como para inducirla adrede, levanta sus párpados y con el entrecejo fruncido acompaña el movimiento, subiendo finalmente también sus cejas. E inclina la cabeza como buscando respuestas a interrogantes aún no formulados. El instante es único porque el entorno se detiene. Y sólo somos ella, con su gesto siempre irrepetible, y yo, con este tonto cosquilleo interno de niño emergiendo de mi ansiosamente, cual verdad imposible. Y ese es el momento en que cierro fuertemente los puños, para evitar que mis manos se independicen de mi razón y arremetan sin obstáculos; más allá de su posible rechazo. A veces me pregunto qué estará pensando en ese instante. Me pregunto si me seduce porque sabe lo que siento, o porque lo desconoce. Y también dudo si me creerá el día que le confiese que todos mis gestos y caricias están hechos a su medida. Por eso hoy importa. Porque la lluvia no detendrá mi determinación de compartir este desayuno, de obsequiarle las rosas rojas que una vez dijo gustarle y de ofrecerle mi eterna compañía.
Arribé rápidamente a la estación. Tener el abono evitará el mal momento de hacer la hilera mientras se observa al tren retirarse, pero no la instancia de pasar por el molinete, lo cual resulta especialmente dificultoso cuando uno intenta cuidar que las hojas del libro no se humedezcan más alzando el brazo para evitar su roce con la ropa empapada y a su vez pasar el boleto previamente (sin olvidar que uno no es zurdo), habiendo levantado también el brazo derecho para poder pasar intactas las delicadas flores.
El desayuno estaba acordado desde la semana pasada, cuando finalmente encontré una excusa que disimulara su condición real, aparentando ser un motivo lógico, inevitable e irrechazable. Finalmente logré que mi jefe me designara aquella tarea de los llamados a las compañías. Y ella era la única encargada del manejo de la base de datos.
Mientras el tren decide acercarse a la estación, tomo mi libro y en un equilibrio justo logro finalmente retomar la lectura, retirando el señalador que luego ubico en la última página. Creo que esperé quince minutos la llegada del Sarmiento.
Quien diariamente se traslada en tren asume que a determinadas horas puede resultar una desgracia. Observé mi reloj. Tarde. Cinco minutos tarde. Observé luego el arribo del tren, que lentamente me permitía ver a los viajantes como ganado, mutua e infinitamente ensimismados. Pero no podía dudar. Esperé que los mismos pasajeros expulsaran a quienes se hallaran cercanos a las puertas, y elegí entrar por aquella que parecía tener más espacio detrás de sí. Invariablemente intento ingresar último, para permanecer junto al espacio libre que se produce con la unión de las dos puertas. Siempre sobra una línea por donde ingresa el aire. Pero esta vez no pude ser el último porque, luego de haber ingresado junto a la puerta, otros pasajeros me empujaron unos pasos más adentro. En ese instante entendí que debía acomodarme antes que ellos abandonaran el movimiento, ya que una vez alcanzada la inercia ajena, cualquier ínfimo amague podía derivar en represalia. Es que existen códigos. Todos sabemos que hay que ofrecer el asiento a una persona mayor, embarazada o con niños pequeños (hasta los seis años por lo menos. Luego ya pueden comprender que uno suele estar más cansado. Que se sostenga sólo, pensamos). También es regla universal que si otra persona se encuentra frente a un asiento ocupado, nadie puede apresurarse a usurpárselo cuando este se libera; aunque me ha tocado alguna señora que estiró el brazo para ocuparlo con la cartera; como si yo no pudiera entender un “por favor, soy mayor”. El tema de la distancia es fundamental, pero usualmente confuso. A veces entran dos personas paradas en el ancho que ocupa el asiento, y es definitivo el apresuramiento de ambos para dejar salir al pasajero sentado, de tal manera que impida al otro con su cuerpo el acercamiento necesario. Quién no se habrá empujado alguna vez, o girado el torso para disponer la espalda cual muro invencible. En fin.... en este episodio en que ingresé al vagón como me lo permitieron los impredecibles equilibrios ajenos, no quedé posicionado favorablemente. En principio, terminé de espaldas a la puerta. No voy a reiterar lo problemático que puede resultar estar tan lejos de una entrada de aire. Siquiera podía acercarme a algún asiento para estar cerca de una ventana al menos sutilmente abierta. Tampoco divisé esa condición en ninguna de las ventanas cercanas, con lo cual no valía la pena un esfuerzo mayor. A la gente le gusta viajar mal. Una cosa es que el tren demore, que cada vez haya menos vagones, que el servicio sea pésimo, que ni se pueda mencionar la palabra limpieza, o que todos los días el sindicato de suicidas establezca turnos diferenciados para arruinarnos la jornada. Pero no se puede justificar el que nadie abra al menos una ventana exclusiva y sublime para todo el vagón. Menos, si viajamos como gotas en un vaso con agua, inseparables y confundibles. Dada la circunstancia, era posible que no pudiera leer.
Supongo que para cualquier observador objetivo, la postura alcanzada era cómicamente trágica. Había pasado para adelante la mochila que se apoyaba antes en mi espalda, quedando ahora a la altura de mi estómago y sostenida únicamente por mi hombro izquierdo (jamás hay que olvidar lo espontáneo que es el hurto cuando se está rodeado por una multitud en la que uno no encontraría a quién acusar). El reforzar la seguridad sobre mi mochila me obligó a querer sujetarla con la mano izquierda, que a la vez sostenía el libro, afortunadamente muy liviano. Pero mi mano acabó torcida, apretada entre el brazo fornido de otro pasajero, y muy cercano al pecho de una señorita que prácticamente estaba enfrentada a mí.
Hay personas únicas y personas que se parecen a otras personas. Yo elegí mirar la cara de la joven del pronunciado escote, que parecía desbordarse tan cercano a mi mano izquierda. Era idéntica a Natalie Portman. Sin señas particulares, sus grandes ojos parecieron recorrerme el cuerpo, pero simultáneamente permanecía concentrada en la música del flaco Spinetta, que todos a su alrededor oímos salir de los auriculares que posaban en sus orejas. Yo observaba atento la cercanía entre mi mano, que sostenía difícilmente el libro, y su condenado escote. Pero iba a encontrarme con la mujer más perfecta del universo. No me importaba no tener chance con Natalie. Mientras, yo podía pensar en mi libro. Afortunadamente, y a pesar de la humedad, el libro no se dañó. Acepté recién entonces que no iba a poder leer.
En realidad, lo más importante era preservar las flores. Al haber doblado el codo izquierdo tuve que elevarlo de tal manera que mi torso también se movilizó, inclinándose hacia la derecha. Con la cabeza prácticamente rozando mi brazo derecho, lo mantuve en alto todo el camino para que nada ni nadie se atreviera a rozar las flores. Alguien podría considerar que era una posición difícil de sostener, pero no tenía otra opción, y además, el resto de los acompañantes imponían naturalmente este laberinto. Luego de aceptar tácita e irrefutablemente mi situación, elegí distraerme con el entorno, que ciertamente no era mucho más feliz.
Estudiantes, trabajadores en blanco y en negro, uniformados, madres con bebés, niños a lo bajo, un grupo de posibles mafiosos de traje y anteojos negros, jóvenes sin destino, jóvenes que rechazan su destino; hijos sin padres, padres sin hijos, historias que aún no habían decidido comenzar, frustraciones, penas, gestos de amarga soledad. Juntos, compartimos ese viaje a Once. Al menos mi primer destino del día era el más anhelado. No podría hallar palabras que evidencien con transparencia la certeza sobre la felicidad que me espera. Si logro controlar la ansiedad, podré al menos aparentar que ella no representa todo lo que carezco. Pero mi orgullo parece huir cuando demuestra con cada gesto que lo es.
Súbitamente comienzo a sentir una sutil molestia. Me pica el ojo derecho. Me pica. Me pica mucho. Así de simple, y de incómodo. Seguramente, en cualquier momento de mi historia podría aliviar rápidamente el fastidio. Pero ese 21 de Septiembre resultó engorroso. No es que no lo hubiera intentado. Lo más normal hubiera sido aliviarme rascándome levemente para no lastimarme. Para ello era ideal la mano derecha, dado que estoy incómodo con mi ojo derecho. Pero no podía obviar las rosas. Entonces encaré mi mano izquierda, visiblemente atrapada entre los músculos del gigante desconocido y los pechos prohibidos de Natalie. Intenté en vano algún movimiento, como si esperara que al menos una de las puntas del libro se aproxime al ángulo de mi ojo derecho más cercano a la nariz. Pero fracasé previsiblemente. Yo no soy de esas personas que no consideran la incomodidad ajena. Probablemente Natalie y el fortachón me rechazarían. Y hay que tener presente que un rechazo en el tren (otro código que olvidé mencionar) es muy diferente al que puede sucederse en cualquier otro transporte público. No alcanza una simple mirada expresando disconformidad o hasta desprecio. Cuando el vagón se completa es factible implementar castigos físicos, dada la probabilidad de pasar desapercibido. Ya me ha pasado. Tampoco soy de esa gente que habla porque sí. He acabado con moretones en las rodillas, dolor de pellizcos en el brazo, o marcas de birome en mis camisas, a la altura de las costillas. Y nunca falta quien no tiene piedad y te aplasta el dedo chiquito del pie.
Así que rechacé la estrategia antes de considerarla posible. Si me negaba a utilizar la mano izquierda por principios y la derecha por avaricia (no estaba en discusión que las flores debían permanecer en lo alto), podría tal vez aprovechar el bíceps del brazo extendido a lo alto, para frotar contra él mi ojo. Pero me picaba del lado cercano a la nariz. No es que mi nariz sea tan pronunciada, pero sí interrumpía el contacto directo entre el bíceps y mi ojo. De hecho, aproveché para rascarme la nariz. También froté el ángulo derecho del ojo, y entonces observe que si bien las flores estaban prolijamente envueltas en un delicado papel brillante, sobresalían los extremos de los tallos. No tuve mejor idea que acercar los puntiagudos tallos a mi ojo. El brusco movimiento del vagón eligió jugar en mi contra y acabé con una insoportable y excesiva irritación, luego de clavarme la punta del tallo más largo en medio del ojo. Eso dolió. Al punto que presioné el ojo contra el brazo, deseando no haberme levantado jamás.
Todo había comenzado con una leve molestia que coincidió en su origen con el momento en que advertí la presencia de Natalie; la ignoré sencillamente porque no iba a poder aliviarme hasta Once. Pero no pude evitar que la incomodidad comenzara a profundizarse, a ser cada vez más intensa. Padecí por unos instantes una angustia apocalíptica. Me impacientaba advertir que tenía que pensar en otra cosa y aún así continuar sintiendo la impotencia de no poder proveerme de consuelo alguno.
Experimenté pestañeando intermitentemente; abriendo excesivamente los ojos; cerrándolos animosamente; levantando la ceja derecha; frunciendo la nariz; girando las pupilas en círculos infinitos... No encontraba remedio independiente de auxilio externo. Y la picazón era cada vez mayor. Y a mi se me acababa la paciencia. Necesitaba introducir algún objeto puntiagudo para dominar semejante dolor. Pero luego de intentarlo con el tallo, pasé del estado de irritación al de ira, al de una ardiente furia. Ya habíamos pasado Caballito, la parada previa a la estación final. Pero no fue estímulo suficiente para evitar la desgracia.
Todo movimiento genera consecuencias previsibles e imprevisibles. Minutos, quizás segundos antes de arribar a Once debí ceder ante mis necesidades más primarias, y no pude eludir mi catastrófico destino.
Me decidí. Alcé rápida e inesperadamente mi puño izquierdo, que en su giro hacia lo alto de mi derecha atravesó por el centro el frágil valle que Natalie ofrecía, obligando a descender paralelamente a mi codo, que se clavo cual sórdido puñal en el brazo más fuerte del vagón; y entonces logré clavar suave y dignamente una de las puntas de mi libro kafkiano, en el ángulo izquierdo de mi convaleciente ojo derecho. Y conocí el paraíso. El paraíso tiene las formas más inesperadas... todos los espacios conocidos, rosas, felices. Cual imagen onírica, se impone la infinita calma, y deja lugar al paso de una conmovedora brisa dotada de miel y bichitos de luz, que se comen el aire pero invitan a un lento movimiento de triunfo, venturando fantasía y fortuna...
Y a continuación el infierno. No pude sostener la paz, porque automáticamente sentí el futuro moretón en mi espinilla derecha, mientras Natalie me informaba también con la mirada que si alguna vez había pensado en una posibilidad, acababa de tenerla; y era lo único que iba a tener (además del dolor en la pierna por una semana). Casi en orden, prosiguió el gran desconocido a impugnarme con su codo derecho, que incrustó sin piedad en la boca de mi estómago, para luego girar hacia mí y empujarme con ambas manos, como si repentinamente hubiera espacio libre (claramente, nadie se lo negaría a él). Pero no había suficiente espacio donde caer, con lo cual aterricé sobre la multitud desconocida, que como el tren, ya arribando a la estación y encerrándose entre los andenes, se balanceó bruscamente demostrando la infame incomodidad de una guerra inútil, pero colectiva. Efímera también, por fortuna para mi desordenado cuerpo, que ya no pudo contener intactas las flores ni protegido de dobleces a Kafka.
Las puertas se abrieron repentinamente y, en represalia, la muchedumbre me empujó, pisoteando mi delicadeza y vengando mi humilde falta de respeto. Las masas pueden ser muy crueles, no solo porque carecen de responsabilidad (y por lo tanto de noción de las consecuencias), sino porque desconocen los motivos últimos, verdaderos, y los esfuerzos que uno ha realizado, la inversión en tensión por exceso de escrúpulos... No lo vieron, y masacraron mi noble intensión. Con ello fui expulsado impasiblemente, ahora sí con excesivo espacio para terminar de lastimar mi dolorido orgullo, cayendo mi trasero sobre el áspero e inquebrantable piso de la estación de Once, mientras apoyaba sobre el libro doblado y aturdido mi mano izquierda sedienta de equilibrio. Y observo que una suma infinita de pasajeros arremete a pisotearme bajo la lluvia burlona, y los pétalos de rosa también llueven, luego de haber sido forzados a alcanzar un alto vuelo. Vaya destino...
Esa mañana desperté algo aturdido. Comenzaba la primavera, y el cambio de estación se quiso hacer notar. Llovía... y yo no uso paraguas, pero siempre llevo una campera con capucha. Me levanté y observé el desagradable moretón en la espinilla derecha. Yo no sé cómo, pero siempre me lastimo torpemente, y luego... aquí están las consecuencias. La lluvia no es razón suficiente para impedir mi encuentro con la mujer más perfecta del universo. Así que luego de vestirme acorde y perfumarme, saqué los papeles que siempre tengo de más en mi mochila negra. Decidí que estaba muy ansioso como para prestarle atención a mi cotidiana lectura de Kafka, y sólo cogí el ramo de rosas para obsequiarle a ella. Uno no puede obviar ese detalle el día de la primavera porque las mujeres aprecian recibir flores como presentes. Cerré la puerta del edificio y caminé hasta cruzar la calle luego de la estación de tren. Y subí al 132 que sale frente a la plaza.

09 diciembre 2006

Siempre Drommond

08 diciembre 2006

El último Mudo del año

04 diciembre 2006

Movidito/movidito

El martes 5,
el Mantis Club cierra sus puertas hasta marzo. Ale Zina (Lisboa), Juan Guinot (Hamsters), Osvaldo Rodríguez (Camaleón), Selva Almada y Julián López (Los Iracundos) salen a la arena a dejarlo todo en la despedida de este Ciclo ‘06. En el bonus track musical estará Camilo Guinot. Mantis Club: Pringles 753.
en Bartolomeo, el Grupo Alejandría cierra su segunda temporada. Con Ricardo Romero como invitado leyendo y comentando su recientemente editado libro de cuentos “Tantas noches como sean necesarias”. Dato para no dejar pasar: solo por esa noche, Bartolomeo da 2x1 en los tragos.

El jueves 7,
a las 21hs, en el Centro Cultural Pachamama -Pasaje Argarañaz 22, entre Estado de Israel y Lavalleja en Villa Crespo- imposible perderse a Natalia Moret, Fernanda Nicolini, Guadalupe Muro, Tatiana & Paula Peyseré. ¡¡Las chicas rompen el fin de año!!

El viernes 8,
organizado por la editorial Tamariscos, sin lugar confirmado hasta el momento, pero si los escritores: *Marina Kogan *María Eugenia Rombolá *Ignacio Molina *Leonel Livchits * Funes *Ricardo Romero *Federico Levín * Julián Urman *Nicolás Mavrakis * Natalia Moret *Joaquín Linne *Matías Gomez. Tamariscos promete “una velada distendida y al aire libre...”

Y para ir agendando... El miércoles 13,
Episodio 8 de Los Mudos: “El final es donde partí”. Con los dos Facundos en duelo de guitarras y Carina Chavar dibujando y regalando los originales. Y la perlita de la noche: Toca el Quinteto!!!
Vayan por mí y disfruten... se acerca el final del 2006... aunque todo indica que si todo se termina todo vuelve a empezar.
Pd: se agradece al Tigre Harapiento que no me denuncie por plagio :)

02 diciembre 2006

Y dónde está el negocio en Argentina…?

"DEMANDA AL SERVICIO METEOROLÓGICO POR PRONÓSTICOS ERRADOS" http://www.noticiaslocas.com/EEVVlkkAFF.shtml

Ma´ que laburo!!! Ya me voy corriendo a hacer la denuncia…

01 diciembre 2006

Estoy

Podría decirse que me tragó la tierra.
Desaparecí de lugares que se me acercaron durante todo el año.
Ya no sé quién me rodea porque simplemente me evaporé.
No tengo compromisos.
Ya ni respeto el blog.

Hace un poco más de una semana empecé a trabajar de mesera, cinco noches por semana. La falta de cash te lleva a donde podés ir, y la falta de tiempo te genera una angustia pedorra que no-entendés-muy-bien-si-se-debe-a-que-te-das-cuenta-que-sos-tan-humana-que-ya-no-llegás-a-cambiar-el-mundo-o-que-tal-vez-nadie-puede-y-así-al-menos-las-heridas-no-sangran-tanto-pero-sangran-igual.
Es que es fin de año. Y yo jamás pude evitar el lugar común de hacer el balance y volver a proyectar. Eso no me molesta tanto. Diciembre es mi mes preferido. Debe ser el único mes del año en que creo. Después ya la realidad (entorno/familia/novio/amigos/ trabajo/estudio/gentequeesperadevosmásdeloquepodésdar) te baja de un ondazo. Welcome to the life, Lunita. Y sabés que a veces te quedás más por inercia que por esperanza. Menos mal que existe diciembre… Tenés 30 días para creer o reventar.

24 noviembre 2006

Es otro día más...

-¡¡¡Vamos que hoy es viernes!!!-
Y es siempre la misma historia. Aunque sea lunes o miércoles, mi profesora de gym grita desaforada al inicio de cada clase, feliz de hacernos mover las cachas...
Nota mental: es la última vez que no llevo botellita con agua.

22 noviembre 2006

Vamo´ Los Mudos!

21 noviembre 2006

Volver al Sarmiento

Recuerdo estar a punto de subir al antisarmiento londinense y hacerme a un lado, porque todos los demás pasajeros lo hacían, para dejar bajar primero a los otros pasajeros. Luego subimos en orden. No importaba perder el asiento.
Ya de regreso prefiero no irme hasta Once en horas pico. Pero bueno, generalmente es lo que hay. Después de todo… ya son más de diez años juntos…
Entonces bajé a Miserere. Hora pico, sí. No me hago a un lado y no dejo bajar. Me voy al fondo porque me conviene estar a la altura del primer vagón. Me apuro, paso a una señora, consigo asiento. Me relajo, miro a un costado aunque noto que ella queda parada y me agarro un libro antes que aparezca alguna otra con un chico. Primera conclusión: a mí no me cambia ningún primermundo.
A la altura del primer vagón, en Miserere, el tren está metidísimo en el túnel. Nunca una luz. Se viaja mejor abajo porque siempre hay menos gente que arriba. Tampoco es común encontrarse con vendedores ambulantes. En verano está más caluroso, eso sí. Cero aire. El tren arranca decidido y una piensa que al final no es tan malo. Que, al final, tanta queja, tanto malditosarmiento, tanto escribir anécdotas… qué se yo. Pasan cosas tan terribles en el mundo. Además, yo era de las que tenía asciento. "Es importante estár cómodo para pensar en positivo".
En la mitad del tunel el tren se detiene y abre sus puertas. Sale el chofer por la puertita de la cabina y mientras acelera su paso hacia la otra punta del vagón nos avisa: bajen porque se me quedó el tren. ¡¡¿¿??!! Caminamos creo que dos cuadras en la oscuridad por el túnel, de regreso a Miserere. No nos devolvían el boleto pero podíamos subir a tomar alguno de los otros. Segunda conclusión: al Sarmiento no lo cambia nadie.

Siempre Alejandría

El Grupo Literario Alejandría, en su segundo año de actividades, presenta el martes 21 de noviembre otra Noche de Cuentos. Como siempre, habrá cuatro escritores invitados a leer sus cuentos y también contaremos con la presencia especial de Luis Gusmán quien luego de su lectura responderá preguntas del entrevistador y del público.
Al finalizar el encuentro, se sortearán libros y revistas.
La cita es a las 20:30hs. puntual, en Bartolomeo (Bartolomé Mitre 1525, Capital Federal).
La entrada es libre y gratuita.
Para participar enviando cuentos o para recibir información, escribir a alejandriagrupo@yahoo.com.ar