25 agosto 2006

Sarmiento Mario

Hoy no corrí el tren. A veces uno tiene otras cosas en mente y se olvida de lo urgente. Yo no quise darme cuenta que lo había perdido. Arrancó apenas puse un pie en el andén.
El día no podía ser más gris. Arrastré mis pies hasta ponerme bajo el techo de algún local en la mitad de la estación. La gente caminaba lenta. No había viento. De a poco empezó a garuar. Quizás alguno aceleró el paso para salvaguardarse y ligué un pisotón. Yo no pude evitar sostener la mirada en la nada (los días grises no hay nada que mirar).
El tren siguiente no demoró en llegar. Subí a un vagón casi vacío y pude notar cuán sombrío es el Sarmiento cuando falta gente. Las paredes mustias, los asientos aburridos, las puertas inanimadas. Carteles de “compre aquí” o “es más barato acá”. Faltaba el cartel de “¿y a quién le importa?”.
Me ha pasado observar las ventanas como películas pero hoy solo se veía como una tele descompuesta. Había empezado a llover. La lluvia escondía todo. A veces, cuando llueve, no importa demasiado el programa que te perdés.
En la siguiente estación no subió nadie. Seguro en Liniers no iba a faltar una multitud abasallante y algún ingenuo infelíz que quisiera bajar del vagón, contra la corriente.
De a ratos volvía a perder la mirada en un punto fijo. Había conseguido asiento pero estaba tan sola que podía subir mis piernas al asiento contiguo y hasta leer. Me abrumó tanta libertad. No necesitaba semejante espacio. Me hice bolita en mi asiento. Con las piernas inclinadas apoyando el mentón en las rodillas. Recordé que cuando era chica le temía a los trenes.
En Liniers subieron cuatro personas. Nada más. Y nadie bajó.
La señora que se sentó en el asiento enfrentado al mío cerró la ventana pensando que tendría frío. Me observó esperando alguna señal de agradecimiento.
-Señora: no hay viento, la lluvia no me moja, estoy abrigada hasta las pestañas… ¿por qué tanta solidaridad?-.
Sí, se lo dije. Y algo molesta, la señora se fue a sentar al vagón siguiente. Otra vez me había quedado sola. Me sabía rodeada. Me sabía abrazada por la cotidianeidad pero algo había cambiado. Faltaba el aire. Seguí escondiendo mi cara entre las rodillas, abracé fuerte mis piernas y ya no pude contener los ojos de cristal.
No había llegado a la mitad del viaje y noté que estaba en la misma posición que hace exactos cuatro años, cuando me dijeron que mi papá se murió sólo, en la cama podrida de un hospital.
Desde entonces aprendí que hay heridas que el tiempo no cura. Apenas nos enseña a llevarlas con más gracia, dejándolas salar cuando nadie puede verte. Como al viajar en un Sarmiento vacío. Como al viajar en cualquier Sarmiento.

5 Causas y azares:

Blogger Emilie dijo...

cuánta nostalgia... el sarmiento vaciío en un día de lluvia da para eso, y fechas como esas también.
beso!

5:11 p. m.  
Blogger Unknown dijo...

Las heridas nunca se curan.
Los dolores nunca se van.
Nada se supera.
Simplemente todo es presa del olvido y cuando creemos haber superado algo, es simplemente que ya lo olvidamos.
Imagino por un momento poder sentir al unísimo todos los sufrimientos pasados. Cuando murió mi abuelo, cunado me dejó mi novia, etc. y creo que moriría fulminado si eso ocurriera.
El olvido es una entidad grandiosa y salvadora.

7:40 p. m.  
Blogger Lunita dijo...

Sí... pero muy poco efectiva algunas veces.

9:54 p. m.  
Blogger Fideos con manteca dijo...

antes en el san martín, cuando lluevía, la gente se comprimía en el pasillo para no movarse por las ventanas abiertas

1:36 p. m.  
Blogger doble visión dijo...

Me gustó tu relato. Creo que querías hablar de tu padre, su recuerdo y la tristeza que te cubre desde aquel dia. POdrías haber ido directo al grano, en cambio elegiste el bello camino de la metáfora.

saludos

6:53 p. m.  

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